Además, el Irán de los aqueménidas, arsácidas y sasánidas heredó, en gran parte, un epítome de toda la tradición y cultura del Próximo Oriente antiguo, en cuya naturaleza siempre había estado arraigada una ideología de monarquía asociada a la divinidad y mentalidad sasánida. El pasado de Elam y Mesopotamia, indefectiblemente, permeó hondamente en la mentalidad irania. En época aqueménida, por ejemplo, los reyes de Acad aún eran recordados como arquetipos de gobernantes poderosos y divinos; en época aqueménida, cerca de dos mil años después de su muerte, una estatua de Sargón el Grande todavía era venerada. La naturaleza de Próximo Oriente perduró en toda su historia antigua, siendo la Persia sasánida la última civilización que recibió un legado tanto directo como indirecto de civilizaciones predecesoras. Recordemos, por ejemplo, la deificación de Naram-Sin y su título de šar kibrāt arba’i, es decir, “rey de las cuatro partes [del mundo]”. Comparémoslo ahora con el linaje de los yazads de todo autócrata sasánida, quien también era el shahanshah, el “rey de reyes” de todo el universo. Con todo, es menester analizar la dinastía inmediata que precedió a los sasánidas en Persia.
En las fuentes sasánidas de los siglos III-IV no existe ninguna mención explícita de sus antepasados: los aqueménidas. Se ha sugerido, por tanto, que esta dinastía neopersa no era consciente del antiguo imperio de Ciro y Darío, pero esto resulta problemático. La memoria de la dinastía aqueménida perduró a través de la tradición oral, en la historiografía de otras civilizaciones –incluyendo la romana, con la que la Persia sasánida se relacionó inmediatamente–, en grupos poblacionales de su imperio –destacando los judíos, beneficiados por Ciro el Grande– y en los monumentos, destacando la necrópolis de Naqsh-e Rostam, en la que los sasánidas plasmaron sus gestas en relieves. Aunque, con seguridad, para los sasánidas la necrópolis resultó ser un espacio sacro, este no podía estar desasociado a un pasado histórico, que los sasánidas conocieron mediante las vías anteriormente señaladas. Según la tradición, la compilación del Avesta fue impelida por Ardashir, quien necesariamente dispuso de fuentes que permitieran al Ērānšahr identificar a sus ancestros. La mitología fue significativa para este fin; el Denkard señala cuatro dinastías legendarias de las que descendieron los habitantes del Irán histórico: “Cada raza real que gobernará durante mucho tiempo, descenderá de estos cuatro. Y la dinastía que florecerá en cada época se parecerá en su forma a la kayanida, que es una de estas cuatro dinastías” (III.282). La mayor parte de los monarcas kayanidas fueron míticos; sin embargo, esta mitología se sincronizaba con los últimos reyes aqueménidas.
Los kayanidas, conforme a la compilación y sistematización del Avesta, fueron identificados como una dinastía primordial y sagrada y, dado que el zoroastrismo se planteaba como una fe verdadera e impulsada por su antigüedad, se necesitó a la dinastía kayanida por su antiquísimo legado. Finalmente, esta dinastía, aunque aunó con nociones históricas, prefirió conservar un pasado sacro debido a la idiosincrasia religiosa de la dinastía sasánida. Consiguientemente, los sasánidas no desconocían totalmente a sus ancestros aqueménidas, ni su legado. De hecho, se reivindicaron como sus sucesores legítimos a través de una genealogía que aunaba historia y religión, puesto que así reivindicaban su condición de campeones del zoroastrismo.
El pasado se empleó como un mecanismo de legitimación y, en el caso de los sasánidas, se lo glorificó a través de la religión. En el mundo mediterráneo de Grecia y Roma, mitología y religión eran componentes del pasado, pero no primaban, precisamente por el legado griego, que proporcionó las primeras obras históricas –Heródoto y Tucídides–, investigaciones fundadas en la razón y el empirismo. Un pasado engarzado a conceptos religiosos tuvo importantes consecuencias en la Persia sasánida. La figura del ancestro era avéstica, por lo que la territorialidad y ascendencia de los iranios dependía, en gran parte, de su etnicidad. De ello que, por ejemplo, la palabra pahlavi que los sasánidas empleaban para designar a un esclavo haya sido ansahrig, que se traduce como “extranjero”. El iranismo, por su pasado avéstico, estaba relacionado a al espacio y el linaje, así se explica que los prisioneros romanos de Sapor I hayan sido adscritos a obras de ingeniería y arquitectónicas que urbanizaran al Ērānšahr. El conocimiento tecnológico y cultural de los extranjeros era bienvenido únicamente en pos del beneficio del iranismo, política apuntalada en el dualismo jerárquico Bien-Mal del gumēzišn, esto es, el “estado de mezcla” terrenal, según el zoroastrismo.
La sociedad sasánida fue estratificada por su inmanencia zoroástrica y avéstica, la apelación al pasado kayanida, de hecho, formaba parte del discurso del shah, que transformó la historia y la religión en un paradigma que garantizaba el retorno a la verdadera tradición, olvidada con los partos arsácidas y su filohelenismo. Menester es destacar que, pese a que los sasánidas experimentaron una ósmosis con elementos de la cultura grecorromana, en religión jamás consintieron adoptar deidades, liturgias y, sobre todo, cosmogonías extrañas. Habitantes de diversas religiones eran tolerados en el Imperio sasánida, pero no conformaban la sociedad irania pura, practicante de la religión verdadera y del bien. La importancia que los persas adjudicaban a su identidad étnica quiso traslucirse desde la época de Ardashir: “Somos llamados «el pueblo iranio», y que no hay cualidad o rasgo de excelencia o nobleza que apreciemos más que esto […], hemos mostrado humildad […] al servicio de los reyes, y hemos elegido la obediencia y lealtad, devoción y fidelidad” (Carta de Tansar XXVII).
¿Dos modelos de entender el mundo? Roma y el Imperio sasánida
Por consiguiente, mientras Roma defendía la idea de civilización fundamentándose en la legalidad de la civitas a través del derecho romano, Persia, un Estado en menor grado secular, argumentaba que el ērīh o iranismo era la fuente de civilización. En Roma la adquisición de la ciudadanía era posible para los diferentes estamentos, la ascendencia no resultaba relevante; de esto que la Constitutio Antoniniana haya otorgado la ciudadanía a todos los habitantes libres del Imperio. En el Ērānšahr, por su tradición aria estratificada fundamentada en el pesag (clases), resultaba complejo que los anēr (no iranio) llegasen a adquirir la condición de ēr (iranios), máxime cuando para las propias clases arias de la Persia sasánida resultaba difícil medrar. La estratificación revela la moralidad sasánida, vinculada a una cosmovisión en la que el iranismo era el ideal superior de civilización; las leyes, al ser continuamente modificadas o promulgas por distintos reyes y dinastías, eran solamente el reflejo de la cosmogonía avéstica. En la Persia sasánida no existió un código de leyes o catálogo secular ajena a la conducta promovida por la ética zoroástrica.
La Urbs colocó al derecho romano y la historiografía como mecanismos esenciales de su pasado y ancestros; Persia, entretanto, recurrió al iranismo y zoroastrismo. Aunque los elementos difieren, ambas civilizaciones revelan una profusa preocupación por sus antepasados. Esta legitimación por medio de los mos maiorum y los kayanidas permite dilucidar por qué ambos imperios llegaron a identificarse como iguales. Un pasado y un linaje se producen en una determinada territorialidad: para Roma el Mediterráneo, para Persia, la meseta irania. La cantidad de pueblos que la Urbs abarcó dentro de su Imperio incidió en que el rerecho romano se haya ajustado para otorgar la civitas hasta transformar al Imperio en un estado cosmopolita. El Imperio de los sasánidas, desde su fundación hasta su caída abarcó, generalmente, diferentes pueblos y tribus iranias de la meseta, por lo que no era imperativo para los shahs desarrollar leyes seculares que se aproximaran al cosmopolitismo. El Ērānšahr era, en parte, un reino feudal y, al evocar la importancia que se adjudicaba en el zoroastrismo a la materia, la naturaleza, el mundo, los elementos y la tierra, la superioridad del ērīh se limitó a la meseta, la patria de los ancestros que custodiaba la religión verdadera.
El pasado, la historia y el ancestro nos han abocado a nociones de Occidente y Oriente, así como de Europa y Asia. Ahora bien, ¿verdaderamente es riguroso hablar de estos conceptos duales en la Antigüedad? Y si así era, ¿este dualismo era antitético? La respuesta, nuevamente, estriba en las nociones de cada civilización. Como heredera de la faena investigadora de Grecia, así como de sus obras, Roma diferenciaba la Pars Occidentalis de la Pars Orientalis de su Imperio.
En el Ērānšahr, la problemática referente a la diferenciación de Occidente y Oriente, así como de Europa y Asia, radicó en la noción histórica-legendaria de los sasánidas acerca de sus ancestros. La carencia de historiografía tradicional alejó a los sasánidas de una representación genérica del otro, que los romanos sí dieron a las civilizaciones iranias debido al retrato creado por los griegos: barbarie oriental. Efectivamente, los shahanshahs tuvieron una representación mayormente contemporánea del Imperio romano. Reclamos de territorialidad ancestral aqueménida, consiguientemente, no eran fines primordiales cuando esta dinastía concebía al mundo como el gumēzišn, en el que una civilización como la romana resultaba ambivalente, pero útil para alcanzar el frašgird, es decir, la restauración del mundo y del cosmos a su estado primordial y perfecto. Ergo, se colige que las fuentes textuales y su ausencia fueron causas materiales de las naturalezas romana y persa en la percepción del pasado y su representación en el presente.
Este dualismo entre civilización occidental-europea y oriental-asiática estuvo, generalmente, ausente del quid del discurso iranio. Con todo, las relaciones ejercidas con Roma en el derecho internacional, gradualmente, influyeron en una modificación del discurso persa. El Avesta y los kayanidas forjaron una identidad irania limitada al espacio y la territorialidad; empero, la noción histórica grecorromana sobre el mundo, al asociarse a este dualismo espacio-continental, también resultó fructuosa para que los sasánidas se autorretrataran en política exterior. Los persas planteaban exigencias cosmológicas, es decir, que las demás civilizaciones contemporizaran a su liderazgo en el gumēzišn. Este discurso resultaba eficaz, pero la interpretación romana sobre los reclamos sasánidas fundados en la dinastía aqueménida adjudicaba al Ērānšahr otro componente de legitimación: la historia, útil en el discurso ejercido contra Roma, precisamente por el conocimiento histórico de la Urbs. Así entonces, la interpretación romana fue asimilada por los sasánidas para sumarse como una conexión espiritual con los aqueménidas: “Así vivimos hasta los días de Darío […] Ningún rey en el mundo fue más sabio […] y absoluto en poder. Desde China hasta las tierras occidentales de Grecia, todos los reyes fueron sus dispuestos esclavos y le enviaban tributos y regalos” (Carta de Tansar XXVIII).
Aunque los conceptos de Occidente-Oriente y Europa-Asia llegaron a conocerse de mejor manera por la interpretación romana, para los sasánidas esto resultó ser un elemento discursivo supeditado a la cosmología jerárquica y dual entre el Bien y el Mal, apuntalada en el gumēzišn y el frašgird. De esto se colige que el imaginario romano adjudicaba a Asia y Persia méritos civilizatorios que se sustentaban en el pasado histórico; entretanto, el imaginario sasánida reconocía la utilidad de Roma en el gumēzišn. Ni Roma ni Persia concebían en sus respectivas dualidades conceptos totalmente antitéticos que degradaran en demasía al otro. Cada imperio consideraba a su civilización, sea por motivos históricos o religiosos, la exaltación cosmológica; no obstante, daban cabida a otros pueblos que se aproximaran a sus conceptos de civilización. La coexistencia de Roma y Persia fue constante y perenne, de modo que su relación se familiarizó en el derecho internacional antiguo hasta forjar un equilibrio de poder dividido en dos ámbitos civilizatorios que, precisamente, estructuraban el statu quo.
La noción histórico-legendaria de los sasánidas con respecto a su historia y antepasados los abocó a relacionar el xvarrah (gloria divina) con los kayanidas. Su legitimidad de presidir la lucha contra el Mal radicaba, consiguientemente, en el heroísmo, la antigüedad y la verdad de su religión. El xvarrah era equivalente a la fortuna romana; no obstante, al remitirse al zoroastrismo, el xvarrah fue la génesis de una mentalidad irania que, aunque tenían en el shahanshah su máximo exponente, debía ser acatado y emulado por los demás estamentos del Ērānšahr a través de un comportamiento metaético. Esta era la filosofía de los sasánidas, relacionada con el zoroastrismo, pero también inmanente a la antropología del hombre antiguo que, consiguientemente, encontró analogías con el comportamiento grecorromano.
Dado que el Imperio sasánida fundamentaba su cosmovisión en el zoroastrismo, cada tierra del orbe tenía importancia y, en cuanto a los pueblos que habitaban en estos diversos espacios, era necesario evaluarlos conforme a la dualidad jerárquica de su credo. No obstante, las territorialidades del mundo, al ser creaciones de Ohrmazd, no eran concebidas como espacios radicalmente distintos, que se diferenciaban o estigmatizaban. De ello que, como se ha analizado, la diferencia dual Europa-Asia y Occidente-Oriente haya sido cuasi imperceptible en el discurso iranio.
El legado sasánida y la mentalidad en otros pueblos: Un puente entre Oriente y Occidente
La Persia de los sasánidas, por su ubicación geográfica, permitió la convergencia de diferentes culturas, en su ética exponía la deferencia con respecto a los sabios de otras civilizaciones: “Los célebres eruditos Sénecas de Rum y los sabios de la India han mostrado un aprecio y han admirado mucho a las personas prudentes de Irán” (Denkard IV.108). El Imperio sasánida, motivado por esta política, a posteriori sería un transmisor de parte de la cultura occidental y de la filosofía griega; esta última, de hecho, sería útil para los árabes y transmitida por ellos nuevamente a Europa durante el Medioevo. Conocemos que incluso después de la caída de Roma, los shahs sasánidas valoraban el pensamiento de los grandes maestros de antaño, destacando Platón y Aristóteles: “Es alabado y admirado […] no solo por los persas, pero también por algunos romanos como amante de la literatura y conocedor de nuestra filosofía […] Se afirma que devoró a todo Aristóteles […] y que estaba lleno de las doctrinas de Platón” (Agatías. Historias II.28.1-2). Así se describe a Cosroes Anushirvan, quien también “devoró” los diálogos platónicos Timeo, Fedón, Gorgias y Parménides.
El pensamiento iranio, como se aprecia, resultó aún más práctico e integral que el romano. En efecto, la Urbs al desarrollar su derecho romano se alejó de cultos cosmogónicos que visualizaran a todos los pueblos del mundo componentes de una soteriología final. Ni siquiera el nuevo orden cristiano consiguió transmutar este juicio romano, motivado por la geopolítica y la idea de Imperium sine fine asociado a un cosmopolitismo fundamentado en la civitas. El conocimiento geográfico e histórico vinculado a una cosmovisión apuntalada en conceptos del derecho, la paideia y la razón adjudicó al mundo grecorromano una identidad mayormente secular y orgullosa de sus experiencias y gestas pasadas, en las que los mitos y la religión eran un componente, pero no su quid. Para los romanos, la paideia y la civitas necesitaban en menor grado del legado de otras civilizaciones al representar la Roma eterna el culmen civilizatorio, incluso era un tanto remisa a que otros las asimilaran a causa del estigma de barbarie con el que retrataban a otros pueblos: “Es conveniente que todo aquello que está colocado en un alto nivel esté desprovisto de la costumbre vulgar y común para así respetarlo mejor” (Valerio Máximo. Hechos y dichos memorables II.6.17).
Bibliografía
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